Kapuscinski escribió que África, en realidad, no existe. Es demasiado grande y demasiado compleja para reducirla a una sola palabra. A la inabarcabilidad se une en mi caso la novatada. Llevo muy poco tiempo en África, tan sólo unos meses. Comienzo a acercarme al misterio de las personas y su paisaje. Desde esa situación precaria me atrevo a escribir. Y por eso mis escritos no pueden ser relatos o crónicas sino esbozos, croquis, trazos de percepciones y reflexiones, a menudo desordenados y caóticos.
La realidad en la que ahora vivo está marcada además por una historia de guerra muy reciente. El país es Liberia, África del Oeste. Estos mismos días se juzga a Charles Taylor en la Haya, presidente hace unos diez años. Aunque la causa principal del juicio se refiere a los crímenes de guerra cometidos en Sierra Leona, se le podría juzgar igualmente por los mismos hechos en Liberia. A él y a muchos de los que aun protagonizan el día a día político y económico del país. La guerra adquirió en esta parte del mundo grados de brutalidad poco habituales.
En mitad de todo, en el núcleo de todo, la gente. Aquellos que cocinan en hornillo precario de tres latas y van a buscar agua a la fuente para lavarse, cocinar y beber. Personas que sí recuerdan a las de cualquier barrio de Madrid o Vigo. Aunque nos separen grados de comodidad siderales, en lo fundamental compartimos la sonrisa cotidiana, el cuidado de los niños, el comentario del partido del fin de semana y las tristezas habituales. En los momentos lúcidos compartimos también la esperanza y la indignación, a partes iguales. Imaginad cualquier muestra aleatoria tomada en nuestras ciudades y allí encontrareis a los que nos acompañan en Liberia. Gente sencilla, normal. Su heroicidad no consiste en ser mejores que nosotros sino en vivir esa cotidianidad tan dura manteniendo dignamente los hábitos que nos hacen personas.
Un poema cuenta que la mariposa blanca es el bien y la mariposa negra el mal y que en medio vuelan todas las mariposas de verdad de mundo. En Liberia esa metáfora se plasma de manera aplastante. La muerte está mezclada con la vida en todas las familias sin diferencias de edades o dietas bajas en colesterol, porque la deshidratación ataca a aquellos que para combatirla tienen que beber agua sucia, que son la mayoría. La generosidad más absoluta se mezcla con el hurto necesario para sobrevivir, porque si te acercas a una cazuela de arroz cualquiera te dará de comer, y al mismo tiempo desaparecerán los suministros de tu almacén de medicamentos de manera inexplicable.
Los niños entran y salen de casas sin puertas corriendo, sin hora y sin supervisión, con la única brújula de su instinto recién estrenado y todos los días cuidarán de su hermano más pequeño, aunque a veces les atropellará un coche por perseguir un trozo de neumático. Los buenos propósitos y las buenas ideas de las ONG se mezclan con fracasos más o menos rotundos y lo que en principio es una ayuda al final puede llegar a ser una carga, porque una empresa puede generar dinámicas de autonomía y justicia más profundas que nuestros confusos proyectos, que además suelen tener la coartada de la buena voluntad. No hay mariposas blancas y negras.
Bueno, perdón, sí las hay. Hay algo que no está mezclado en Liberia. En mitad del mercado caótico de carretillas y mangos se alzan unas alambradas bastante altas. Desde los pocos lugares en los que se puede ver hacia dentro se amontonan adolescentes sonrientes que contemplan sin prisa cómo nos bañamos en la piscina del compound (residencia). Esa línea fronteriza sí es diáfana y cristalina, demasiado como para no verla.
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