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Conexiones

Leo en el blog de Ramón Lobo, en El Pais, que Gadafi financió a las guerrillas en Liberia y Sierra Leona. Instintivamente me produce un sentimiento de apoyo a la intervención que está realizándose en Libia por la coalición de países occidentales.

Acabo de pasar planta en el hospital. Algunas de las madres han hablado de cosas que pasaban durante la guerra. Había enfermedades que había que ir a tratar a Guinea, los afortunados que podían ir voluntariamente, no los desplazados forzosos, porque los hospitales del pais, los pocos que habían, estaban o destruidos u ocupados.

No pretendo desde luego culpar a Gadafi de la situación que se produjo esos años aquí ni de los problemas que ahora sufren los niños de este país. Pero me hace pensar en algo que compartía Yoli hace tiempo a propósito de Wikileaks. Todo está más conectado de lo que parece, sólo hay que buscar esas conexiones.

Por eso reflexiono sobre los apoyos instintivos que surgen en nosotros al calor de los problemas. No tienen que ser necesariamente malos, pero puede que haya que pensarlos un poco fríamente, que no insensiblemente. Puede que los que tienen que tomar ese tipo de decisiones tengan que hacerlo más de una vez, aunque en ocasiones es cierto que no tengan el tiempo necesario.

Esa realidad complicada. Hemos vuelto de España, hemos recorrido parte del hermoso sur y después hemos estado en el espacio glamuroso y cosmopolita de Berlín. De repente, otra vez, las preguntas. Otra vez, nosotros en medio. Otra vez volveremos a España, esta vez muy pronto. Y esa complicación tan necesaria de observar se teñirá otra vez con nuestra vida tan rica y tan llena de posibilidades.

La gente de Sierra Leona sigue moviéndose como antes. Con la música que no cesa, comiendo arroz, rezando al Espíritu Santo y al espíritu de los antepasados. Callan cuando el tratamiento tarda en llegar o cuando el jefe de este chiringuito les grita. La gente sencilla, la imprescindible, esa de la que hablaba Bertold Bretch.

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SEGUIMOS BUSCANDO ESPERANZA…

Ayer cuando me fui a acostar, oí unos tiros cerca. Me quede quietita en la cama, y me imaginé a todo el barrio haciendo lo mismo, a nadie se le pasa por la cabeza llamar a la policía, o salir a ver si hay heridos. De hecho, puede ser que a nadie le haya llamado la atención escuchar tiros.

Ayer también fui por primera vez a la tienda del barrio con Sara caminando. Sara nunca había caminado por su barrio. Claro que hay otras cosas que compensan, creo que todos lo que leen esto lo saben, así que no me repito. Solo es que a veces, cuando veo la inseguridad en la que viven los hondureños y hondureñas, inseguridad de todo tipo, real, económica, política… me desanimo y me abordan miles de dudas.

Pero os cuento que desde hace un tiempo, tengo el firme propósito de luchar contra esos desánimos. Porque creo que mantener la esperanza en estos tiempos, de que las cosas pueden cambiar, de que las personas podemos cambiar, no es solamente un acto de fe, sino de rebeldía. Y al menos, en eso quiero ser rebelde. Y lo que en realidad hoy quiero compartir son dos tonterias que me gusta tener cerca porque me ayudan.

La primera es un texto pequeño de Ernesto Sábato, lo tengo escrito desde hace años, y no lo pierdo: En nuestro tiempo, una parte de la humanidad del hombre se está eclipsando. No estamos en condiciones de detenernos y aguardar a que se aclare el horizonte. Debemos entrar en la noche, y, como centinelas, permanecer en guardia con aquellos que están solos y sufren el horror ocasionado por este sistema que es mundial y perverso. Ante todo, tenemos que recuperarnos como humanidad. Tenemos el deber de resistir y ser cómplices de la vida, aún en su suciedad y en su miseria.

El otro, es mucho más reciente, una canción de Calle 13, cada día me gustan más. Habla de América Latina, “un pueblo sin pierna, pero que camina”. Y nos recuerda que la lluvia, las nubes, los colores, la alegría, el dolor, no se compran.

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Fin de año

La ventana cerró el año que se abrió en África. Lo comenzamos en Monrovia, capital de Liberia y lo terminamos en Mabbeseneh, Sierra Leona. Dos países distintos con realidades muy parecidas. 

Los dos dejaron atrás hace poco tiempo sendas guerras que en realidad eran la misma guerra. Los dos son países en los que uno de cada cuatro niños que nacen muere antes de cumplir cinco años. En los dos países es fácil sonreír y escuchar música, ver paisajes sobrecogedores y percibir el silencio del final de la tarde.

Es significativo e ilustrativo que el canto de acogida del nuevo año sea, traducido:

Feliz año nuevo
no estamos muertos

Feliz año nuevo
no estamos muertos

Dile a Dios “gracias”
por la vida

Dile a Dios “gracias”
por la vida

Le hemos preguntado a la gente por qué están agradecidos, cuáles son las maravillas que ven en la vida. Y no elaboran grandes discursos, ni filosofan sobre el sentido de la vida. Miran al suelo, a la tierra, y señalan que de ella nacen frutos que dan de comer. Levantan el dedo índice al sol, que los calienta. Se refieren al hospital, que los atiende, ¿cómo no dar gracias?

Recuerdo nuestro mundo occidental, con el bienestar construido a base de muchas luchas y sacrificios. Las oportunidades que tenemos todos los días. Ir a una biblioteca y pedir prestado un libro, subir al autobús o coger el metro, pasear por un parque o comprobar todos los meses que la pensión se ingresó en la cuenta del banco. Y me pregunto por qué no vivimos agradecidos, independientemente de nuestras circunstancias más sencillas o más difíciles. 

No tengo respuesta. 

Hay una canción de Sabina que dice: “Y en vez de las respuestas que esperaba, un montón de preguntas me aguardaban”

A veces me he preguntado si esta desproporción de alegría y agradecimiento se debe a que aquí hay muchos más niños, casi todos juguetones y traviesos. Otras veces he pensado: “¿será la música?” Porque las personas van a la fuente cantando, imitan al que baila aun en mitad de la calle, y les falta tiempo para mover las caderas cuando se forma un mínimo corrillo con cualquier música que pregona un altavoz.

Si le deseas a un mabesseteño “feliz año nuevo”, te responderá “I wish you to change” en lugar de “I wish you the same”, que rima pero no es lo mismo. Es un canto de esperanza en una vida mejor, en que la vida será más justa mañana, quizás menos dura y menos exigente.

Pero la alegría que se respira aquí espero que no cambie. Que el desarrollo lo protagonicen individuos pero no personas individualistas. Que la música y no la publicidad siga siendo la protagonista de las calles. 

Hay cosas en África que averguenzan al género humano, pero hay otras que deberían ser objeto de negociación en cualquier asamblea de las naciones unidas para hacerlas parte de la declaración de derechos humamos.

Por todas esas cosas, merece la pena comenzar y terminar el año aquí. Por intentar que las otras cosas cambien, también, pero por esto merecería la pena vivir en cualquier parte del mundo. Porque esa es una exigencia que no tiene propietarios, ni derechos de autor. Todos formamos parte porque todos estamos en el mismo barco, quizás en esta época más que nunca en la historia.

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Mi viaje de navidad

Este lunes fui con unos amigos a la casa de la familia de Víctor, un amigo y compañero de trabajo. Ellos viven en una comunidad que se llama Montefresco, en una montaña a 1.300 metros de altura. En un día lluvioso, dejamos la carretera para seguir en el carro pick up unas dos horas por una pista de tierra, que luego pasó a ser una pista de lodo, con varias paradas para ir poniendo piedras e intentar conseguir que no se quedase en el camino.

Después de un buen rato, se acabó el camino de los carros… y comenzaba el camino de cabras… casi, literalmente, porque en las cinco horas que nos esperaban de subir y bajar las montañas, sólo nos encontramos cuatro casas, algunas personas caminando y alguna que otra mula o caballo.

Esas cinco horas fueron una auténtica aventura, con frío, lluvia, caídas y lodo hasta por encima de la rodilla; una amiga tuvo que hacer la mayoría del camino en mula, de la cual se cayó tres veces. Pero también fueron cinco horas de disfrutar de un paisaje increíble, de bosque tropical, de cafetales, de caobas, de ver todo tipo de colores, de sentirnos los amos del mundo caminando sobre el filo de la montaña (una vez que conseguíamos dejar de tiritar), a sentirnos nadie en medio de la subida y árboles gigantes que nos envolvían

Por fin, llegamos a Montefresco. Era ya de noche, pero en la casa de Víctor, que es de madera, había luz, porque sus hermanos pusieron placas solares. De camino a la cocina, nos encontramos a varias cochinas dando de mamar a cerditos pequeños; unos gatos gordos y hermosos; y varios perros. En la cocina, nos esperaba un café recién tostado y calentado sobre el fuego, y de cena, un ovejo que habían matado ese día. Para quien quisiera leche, iban a ordeñar una vaca.

La madre de Víctor nos contaba que se fueron a esa montaña hacía doce años, buscando una tierra que poder trabajar y de la que poder vivir. Ella recordaba que cuando llegó, se echó a llorar pensando en cuándo podría salir de ahí. Pero luego se fue dando cuenta de lo bonito que era levantarse, ver el amanecer, y sentir que la tierra y los animales le daban todo lo que necesitaban para vivir.

Además, llegar al pueblo más próximo no era tan complicado, porque sólo eran dos horas caminando (lo que nosotros hicimos en cinco horas, esta señora lo hace en dos); y luego había un carro de ruta una vez al día (es decir, un pick up que va recogiendo a la gente, que va de pie) que llegaba al pueblo. Dos de sus hijos y la esposa de uno de ellos viven con ella, y un nieto de un año. Cuando pregunté dónde había dado a luz la nuera, me miró con ojos burlones, y me dijo que “en casa, claro”. Sus otros dos hijos van a visitarla siempre que pueden.

Víctor, mi compañero de trabajo, es el que más disfruta de la montaña. Sobre todo desde que volvió de Estados Unidos, a donde se fue de mojado durante dos años, lo necesario para alcanzar sus metas: asegurarse que puede pagar la educación de sus hijas, tener unos ahorros en caso de que alguien de la familia se enferme, y terminar de construir la casita. Su otra hija, Vilma, vive en San Pedro, está estudiando auxiliar de enfermería.

Al día siguiente, en el camino de vuelta hacia el carro (que por cierto, conseguimos hacer en cuatro horas y media, quizás en algún momento de mi vida llegue a las dos horas), mil pensamientos se me cruzaban por la cabeza. Pero sobre todo, una sensación de de admiración hacia esta familia, emprendedora y ejemplo de dignidad, en medio de la belleza y la dureza de su vida. Y la necesidad de darle importancia a lo que de verdad lo tiene, a los valores que nos humanizan, que me recuerdan también mis abuelos y su vida en la aldea.

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