Este lunes fui con unos amigos a la casa de la familia de Víctor, un amigo y compañero de trabajo. Ellos viven en una comunidad que se llama Montefresco, en una montaña a 1.300 metros de altura. En un día lluvioso, dejamos la carretera para seguir en el carro pick up unas dos horas por una pista de tierra, que luego pasó a ser una pista de lodo, con varias paradas para ir poniendo piedras e intentar conseguir que no se quedase en el camino.
Después de un buen rato, se acabó el camino de los carros… y comenzaba el camino de cabras… casi, literalmente, porque en las cinco horas que nos esperaban de subir y bajar las montañas, sólo nos encontramos cuatro casas, algunas personas caminando y alguna que otra mula o caballo.
Esas cinco horas fueron una auténtica aventura, con frío, lluvia, caídas y lodo hasta por encima de la rodilla; una amiga tuvo que hacer la mayoría del camino en mula, de la cual se cayó tres veces. Pero también fueron cinco horas de disfrutar de un paisaje increíble, de bosque tropical, de cafetales, de caobas, de ver todo tipo de colores, de sentirnos los amos del mundo caminando sobre el filo de la montaña (una vez que conseguíamos dejar de tiritar), a sentirnos nadie en medio de la subida y árboles gigantes que nos envolvían
Por fin, llegamos a Montefresco. Era ya de noche, pero en la casa de Víctor, que es de madera, había luz, porque sus hermanos pusieron placas solares. De camino a la cocina, nos encontramos a varias cochinas dando de mamar a cerditos pequeños; unos gatos gordos y hermosos; y varios perros. En la cocina, nos esperaba un café recién tostado y calentado sobre el fuego, y de cena, un ovejo que habían matado ese día. Para quien quisiera leche, iban a ordeñar una vaca.
La madre de Víctor nos contaba que se fueron a esa montaña hacía doce años, buscando una tierra que poder trabajar y de la que poder vivir. Ella recordaba que cuando llegó, se echó a llorar pensando en cuándo podría salir de ahí. Pero luego se fue dando cuenta de lo bonito que era levantarse, ver el amanecer, y sentir que la tierra y los animales le daban todo lo que necesitaban para vivir.
Además, llegar al pueblo más próximo no era tan complicado, porque sólo eran dos horas caminando (lo que nosotros hicimos en cinco horas, esta señora lo hace en dos); y luego había un carro de ruta una vez al día (es decir, un pick up que va recogiendo a la gente, que va de pie) que llegaba al pueblo. Dos de sus hijos y la esposa de uno de ellos viven con ella, y un nieto de un año. Cuando pregunté dónde había dado a luz la nuera, me miró con ojos burlones, y me dijo que “en casa, claro”. Sus otros dos hijos van a visitarla siempre que pueden.
Víctor, mi compañero de trabajo, es el que más disfruta de la montaña. Sobre todo desde que volvió de Estados Unidos, a donde se fue de mojado durante dos años, lo necesario para alcanzar sus metas: asegurarse que puede pagar la educación de sus hijas, tener unos ahorros en caso de que alguien de la familia se enferme, y terminar de construir la casita. Su otra hija, Vilma, vive en San Pedro, está estudiando auxiliar de enfermería.
Al día siguiente, en el camino de vuelta hacia el carro (que por cierto, conseguimos hacer en cuatro horas y media, quizás en algún momento de mi vida llegue a las dos horas), mil pensamientos se me cruzaban por la cabeza. Pero sobre todo, una sensación de de admiración hacia esta familia, emprendedora y ejemplo de dignidad, en medio de la belleza y la dureza de su vida. Y la necesidad de darle importancia a lo que de verdad lo tiene, a los valores que nos humanizan, que me recuerdan también mis abuelos y su vida en la aldea.
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