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Fin de año

La ventana cerró el año que se abrió en África. Lo comenzamos en Monrovia, capital de Liberia y lo terminamos en Mabbeseneh, Sierra Leona. Dos países distintos con realidades muy parecidas. 

Los dos dejaron atrás hace poco tiempo sendas guerras que en realidad eran la misma guerra. Los dos son países en los que uno de cada cuatro niños que nacen muere antes de cumplir cinco años. En los dos países es fácil sonreír y escuchar música, ver paisajes sobrecogedores y percibir el silencio del final de la tarde.

Es significativo e ilustrativo que el canto de acogida del nuevo año sea, traducido:

Feliz año nuevo
no estamos muertos

Feliz año nuevo
no estamos muertos

Dile a Dios “gracias”
por la vida

Dile a Dios “gracias”
por la vida

Le hemos preguntado a la gente por qué están agradecidos, cuáles son las maravillas que ven en la vida. Y no elaboran grandes discursos, ni filosofan sobre el sentido de la vida. Miran al suelo, a la tierra, y señalan que de ella nacen frutos que dan de comer. Levantan el dedo índice al sol, que los calienta. Se refieren al hospital, que los atiende, ¿cómo no dar gracias?

Recuerdo nuestro mundo occidental, con el bienestar construido a base de muchas luchas y sacrificios. Las oportunidades que tenemos todos los días. Ir a una biblioteca y pedir prestado un libro, subir al autobús o coger el metro, pasear por un parque o comprobar todos los meses que la pensión se ingresó en la cuenta del banco. Y me pregunto por qué no vivimos agradecidos, independientemente de nuestras circunstancias más sencillas o más difíciles. 

No tengo respuesta. 

Hay una canción de Sabina que dice: “Y en vez de las respuestas que esperaba, un montón de preguntas me aguardaban”

A veces me he preguntado si esta desproporción de alegría y agradecimiento se debe a que aquí hay muchos más niños, casi todos juguetones y traviesos. Otras veces he pensado: “¿será la música?” Porque las personas van a la fuente cantando, imitan al que baila aun en mitad de la calle, y les falta tiempo para mover las caderas cuando se forma un mínimo corrillo con cualquier música que pregona un altavoz.

Si le deseas a un mabesseteño “feliz año nuevo”, te responderá “I wish you to change” en lugar de “I wish you the same”, que rima pero no es lo mismo. Es un canto de esperanza en una vida mejor, en que la vida será más justa mañana, quizás menos dura y menos exigente.

Pero la alegría que se respira aquí espero que no cambie. Que el desarrollo lo protagonicen individuos pero no personas individualistas. Que la música y no la publicidad siga siendo la protagonista de las calles. 

Hay cosas en África que averguenzan al género humano, pero hay otras que deberían ser objeto de negociación en cualquier asamblea de las naciones unidas para hacerlas parte de la declaración de derechos humamos.

Por todas esas cosas, merece la pena comenzar y terminar el año aquí. Por intentar que las otras cosas cambien, también, pero por esto merecería la pena vivir en cualquier parte del mundo. Porque esa es una exigencia que no tiene propietarios, ni derechos de autor. Todos formamos parte porque todos estamos en el mismo barco, quizás en esta época más que nunca en la historia.

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Mi viaje de navidad

Este lunes fui con unos amigos a la casa de la familia de Víctor, un amigo y compañero de trabajo. Ellos viven en una comunidad que se llama Montefresco, en una montaña a 1.300 metros de altura. En un día lluvioso, dejamos la carretera para seguir en el carro pick up unas dos horas por una pista de tierra, que luego pasó a ser una pista de lodo, con varias paradas para ir poniendo piedras e intentar conseguir que no se quedase en el camino.

Después de un buen rato, se acabó el camino de los carros… y comenzaba el camino de cabras… casi, literalmente, porque en las cinco horas que nos esperaban de subir y bajar las montañas, sólo nos encontramos cuatro casas, algunas personas caminando y alguna que otra mula o caballo.

Esas cinco horas fueron una auténtica aventura, con frío, lluvia, caídas y lodo hasta por encima de la rodilla; una amiga tuvo que hacer la mayoría del camino en mula, de la cual se cayó tres veces. Pero también fueron cinco horas de disfrutar de un paisaje increíble, de bosque tropical, de cafetales, de caobas, de ver todo tipo de colores, de sentirnos los amos del mundo caminando sobre el filo de la montaña (una vez que conseguíamos dejar de tiritar), a sentirnos nadie en medio de la subida y árboles gigantes que nos envolvían

Por fin, llegamos a Montefresco. Era ya de noche, pero en la casa de Víctor, que es de madera, había luz, porque sus hermanos pusieron placas solares. De camino a la cocina, nos encontramos a varias cochinas dando de mamar a cerditos pequeños; unos gatos gordos y hermosos; y varios perros. En la cocina, nos esperaba un café recién tostado y calentado sobre el fuego, y de cena, un ovejo que habían matado ese día. Para quien quisiera leche, iban a ordeñar una vaca.

La madre de Víctor nos contaba que se fueron a esa montaña hacía doce años, buscando una tierra que poder trabajar y de la que poder vivir. Ella recordaba que cuando llegó, se echó a llorar pensando en cuándo podría salir de ahí. Pero luego se fue dando cuenta de lo bonito que era levantarse, ver el amanecer, y sentir que la tierra y los animales le daban todo lo que necesitaban para vivir.

Además, llegar al pueblo más próximo no era tan complicado, porque sólo eran dos horas caminando (lo que nosotros hicimos en cinco horas, esta señora lo hace en dos); y luego había un carro de ruta una vez al día (es decir, un pick up que va recogiendo a la gente, que va de pie) que llegaba al pueblo. Dos de sus hijos y la esposa de uno de ellos viven con ella, y un nieto de un año. Cuando pregunté dónde había dado a luz la nuera, me miró con ojos burlones, y me dijo que “en casa, claro”. Sus otros dos hijos van a visitarla siempre que pueden.

Víctor, mi compañero de trabajo, es el que más disfruta de la montaña. Sobre todo desde que volvió de Estados Unidos, a donde se fue de mojado durante dos años, lo necesario para alcanzar sus metas: asegurarse que puede pagar la educación de sus hijas, tener unos ahorros en caso de que alguien de la familia se enferme, y terminar de construir la casita. Su otra hija, Vilma, vive en San Pedro, está estudiando auxiliar de enfermería.

Al día siguiente, en el camino de vuelta hacia el carro (que por cierto, conseguimos hacer en cuatro horas y media, quizás en algún momento de mi vida llegue a las dos horas), mil pensamientos se me cruzaban por la cabeza. Pero sobre todo, una sensación de de admiración hacia esta familia, emprendedora y ejemplo de dignidad, en medio de la belleza y la dureza de su vida. Y la necesidad de darle importancia a lo que de verdad lo tiene, a los valores que nos humanizan, que me recuerdan también mis abuelos y su vida en la aldea.

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